En Inglaterra se hace una gran publicidad de los restaurantes y la comida. En el cine, por las calles, en las estaciones de metro, en las revistas ilustradas se ven grandes imágenes en color de alimentos y bebidas. “Oh, it is luxurious! it is delicious!” En el cine asistimos a largas proyecciones publicitarias de restaurantes chinos, indios, españoles, con orquesta, palmeras, flores, clientes que comen con un fez o un sombrero en la cabeza, extasiándose ante un plato donde, sin embargo, nos parece entrever el habitual bistec oscuro y la habitual hoja de lechuga. Se suceden en la pantalla bosques rojeantes de fresas y prados inmensos, que después se transforman en el helado Kiaora (que se puede tomar “aquí y ahora”) o el vaso de cartón de la leche Fresko (“Fresko is delicious! and full of vitamins!”). La ciudad está llena de invitaciones a comer y a beber. En cada esquina se ve un cartel con un huevo pasado por agua y la sensata sugerencia “Go to work on an egg” (toma un huevo antes de ir a trabajar). O bien “Drinka pinta milka” (bebe una pinta de leche al día), “Baby cham? I love Baby cham!”. O bien: “Have a chicken for your week-end” (tómate un pollo este fin de semana).A pesar de todo este clamor que se suscita en torno a la comida, para la gente sigue siendo simplemente food, comida: algo genérico y melancólico. En las novelas se lee que sirven some food, sin ninguna afectuosa especificación. Las mil latitas expuestas en las tiendas de alimentación llevan imágenes de los animales más variados y seductores, faisanes, perdices, gamos, cabritos y ciervos; exhiben nombres apetitosos y exóticos, y vistas de paisajes lejanos adonde sería muy bonito ir. Pero el que vive aquí desde hace tiempo no se llama al engaño: sabe bien que el contenido de esas latitas es siempre food, es decir, nada. Nada que se pueda comer con simpatía cordial, con placer tranquilo.
Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg