De modo que el tío Pepin se instaló en un pequeño apartamento subterráneo, y sí, sí, vino una nueva época: mi padre empezó a dedicarse al huerto, y con el trabajo diferente él también fue cambiando: él que siempre había bebido únicamente café y una pequeña rebanada para mojar, empezó a devorar y a comer carne, beber cerveza, él que no podía ni oler la cebolla, ahora la adoraba. Y con la alimentación cambiada la voz se le volvió más fuerte, a veces gritaba y se enfadaba y eso le abría el apetito, cuando matábamos el cerdo, mi padre se daba un atracón, dejaba temblando la fuente de la sopa de cerdo y de las morcillas y los pies de cerdo y salchichas con pimienta, lo zampaba todo con pan y lo acompañaba con cerveza. En cambio el tío Pepin, que siempre había comido como un tudesco, seis platos o más, y bebía todo lo que le ponían delante, desde que no trabajaba pedía sólo un vasito de café con leche o café solo para la comida, con una rebanada de pan a palo seco. “Qué le vamos a hacer, cuñada”, decía, “cuando uno no trabaja, no tiene apetito”.
La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo, de Bohumil Hrabal.