La Vítora echó leche en un tazón y el resto de la cazuela lo distribuyó entre dos platos, abrió un bote con la efigie de un bebé sonriente y sirvió en cada plato una gran cucharada con copete de polvos amarillos.
-Hala, a desayunar -dijo revolviendo, alternativamente, los dos platos.
Sentó a Quico en una silla blanca, arrimó otra a la mesa para Juan y ella acomodó a la niña en su regazo.
La niña ingería la papilla sin rechistar y, a cada cucharada se le formaba en torno a los húmedos labios un ribete amarillento. Juan colocó el Capitán Trueno ante sus ojos, utilizando un azucarero por atril, y al tiempo que migaba un bollo en el Colacao, devoraba la historieta: “pagaréis cara vuestra osadía”. “¡Aaaag!”.
“Adelante, compañeros, que ya son nuestros”. “¡Toma, canalla; ahora te toca a ti!”. En tanto, Quico golpeaba rítmicamente el mármol blanco con la cuchara y la Vítora le dijo:
-Vamos, Quico, come. ¡Ay, qué criatura, madre!
Quico introdujo torpemente la cuchara en la papilla y la revolvió y los surcos se marcaron profundamente en el plato. Miró y tornó a revolver.
-Te se va a quedar fría, come.
Quico canturreó: “Están riquitas por dentro; están bonitas por fuera”.
La niña concluía ya su desayuno y la Vitora se alborotó toda:
-¡Mira que llamo a tu Mamá, Quico!
Quico se llevó desganadamente a la boca una cucharada de papilla y la paladeó con repugnancia:
-¡Qué asco! -dijo.
El príncipe destronado, de Miguel Delibes.