Sirve en un vaso lo que queda de un Côtes du Rhône, enciende el televisor sin poner el volumen y empieza a pelar y a cortar tres cebollas. Le impacientan las capas exteriores, tan finas como el papel, y hace una incisión profunda, hunde el pulgar cuatro capas más adentro y las desgarra, desperdiciando una tercera parte de la pulpa. Pica la restante rápidamente y la echa en una cazuela con abundante aceite de oliva. Lo que le gusta de cocinar es la imprecisión e indisciplina relativas del acto: un descanso de las exigencias del quirófano. En cocina, las consecuencias de un fracaso son leves: decepción, una brizna de vergüenza, rara vez confesada. No se muere nadie. Pela y pica ochos dientes gordos de ajo y los añade a las cebollas. De las recetas extrae solamente los principios más generales. Los escritores culinarios que admira hablan de “puñados” y de “unas gotas”, de “agregar” esto o lo otro. Enumeran ingredientes alternativos y aplauden los experimentos. Henry acepta que nunca será un cocinero decente, que pertenece a lo que Rosalind llama la escuela entusiasta. Vierte en la palma de la mano varias guindillas de un frasco, las aplasta entre las manos y esparce las escamas y semillas sobre las cebollas y los ajos. […]
Sábado de Ian McEwan (traducción de Jaime Zulaika).